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feliz dia vieja

14:00 Publicado por Necia
feliz día, vieja leeeenda de mi corazón, feliz día a todas las que tienen la dicha de ser madres, pero para no discriminar (o discriminarme mejor dicho, oooops) feliz día también a todas las que no tenemos hijos pero somos unas tremendas madrazas por los segundos que nos toca tener niños al lado. peor es nada. feliz día para todas, incluso para las que ya no están con nosotros porque mientras sus hijos estén vivos, vivas estarán ellas en el recuerdo, en el corazón, en el diario acontecer de los que quedaron

hay madres que con el pasar del tiempo van perdiendo la memoria; tanto la pierden que en ocasiones ya no recuerdan a sus propios hijos. a todos esos hijos, les aconsejo que amen a su madre más que nunca y recuerden por ella. que compren sus canciones favoritas en versión instrumental y traten de cantar con ella; créanme, es hermoso verla renacer al son de las notas musicales y cantar juntos los retacitos de las canciones que tercas se han quedado por ahí, enroscaditas entre esas telarañas de olvido con se cubrió su cerebro. la madre que los amó, la que los arrulló en sus brazos, los tuvo en su regazo, enjugó sus lágrimas, carcajeó con sus bromas y entendió sus travesuras, está ahí. no lo duden nunca

recordando a todas estas madres en especial, en esta oportunidad les traje un relato cuya lectura en clase costó a un maestro peruano ser despedido de un plantel educativo en lima. lo único que se me ocurre pensar es que la directora que tomó tan drástica, injusta y discriminadora decisión (fuck you, bitch!) no leyó lo que censuró, lo cual desde ya la descalifica para todo. identificada totalmente con la selección de lectura de este educador y con el sentimiento del autor –que no es otro que el controversial pero estupendo escritor beto ortiz- aquí esta:




(beto ortiz)

Un chocolate Toblerone lleno de hongos fue el primer síntoma de la enfermedad. Mi madre siempre ha delirado por los chocolates y por eso no había que pensar demasiado a la hora de traerle algo de alguno de los súbitos viajes que esta chamba permite. Le había comprado aquella golosina hace ya 10 meses, y una tarde, mientras buscaba algo de comer en la cocina, la encontré dentro de una vieja cacerola. Cuando, dichoso ante tan grato descubrimiento, le hinqué el diente, un espantoso sabor, entre picante y amargo, me obligó a aplicarme varias dosis seguidas de Listerine. ¿Para qué has guardado ese Toblerone tanto tiempo? –le pregunté a mi vieja –ya se malogró. Me olvidé por completo –me dijo.

Desde entonces, olvidarse por completo de las cosas comenzó a volverse algo natural. Empezó a olvidarse, por ejemplo, de cobrar su pensión de jubilada y, mientras sus cheques de varios meses esperaban, uno sobre otro, ser recogidos, ella se quejaba de que la plata no le alcanzaba para nada. Fastidiadas anfitrionas de almuerzos familiares, misas de salud, tés de tías, baby-showers y todas esas cosas en que ocupan su tiempo las señoras, telefoneaban a diario a preguntar el porqué de su inexplicable inasistencia y la respuesta era siempre la misma: mil disculpas, qué memoria la mía. Pero lo más problemático del asunto era que no solamente se le pasaban las fechas de tal o cual evento, sino que, en ocasiones, no sólo confundía los días, sino también los lugares. Y así, terminaba yendo a reuniones cuando éstas ya tenían varios días de realizadas o llegando, vestida con sus mejores galas, a casas en las que nadie tenía ninguna intención de celebrar nada.

Los olvidos, poco a poco, empezaron a adquirir mayor gravedad. Una tarde, por ejemplo, compró queso Edam y cachitos en la panadería y se fue a tomar lonche con su hermana Livia, con quien solía compartir los últimos chismes mientras veían de reojo alguna telenovela. Acaso no querría recordarlo, pero la buena tía Livia tenía ya casi dos años de fallecida. Y comprobar que aquel lonche sería imposible le desencadenó una rotunda tristeza que intenté amagar llevándola al cine a ver Cuatro bodas y un funeral. La comedia la hizo reír de buena gana y consiguió algo que, en realidad, no era complicado: hacerle olvidar la melancolía. En el auto que nos traía de vuelta a casa, mi padre le preguntó; «¿Y? ¿qué tal estuvo la película?» A lo que ella, mirándolo extrañada, respondió: «¿Cuál película?»

Mi amigo, el neurólogo Jorge Trelles, luego de revisar los resultados de una cibernética prueba que se llama resonancia magnética y que consiste en meter a la mamá de uno a una especie de cápsula espacial durante una hora, me ha explicado que lo que ella tiene es un tipo de amnesia progresiva y que irá olvidándolo todo de adelante hacia atrás. Esto quiere decir que olvidará primero los hechos recientes, luego los que ocurrieron hace diez años, después los que ocurrieron hace cuarenta años y así. Lo que el doctor Trelles no me ha terminado de decir –porque es mi amigo –es que esa amnesia se llama, en realidad, mal de Alzheimer y es una enfermedad degenerativa de las células cerebrales que afecta con mayor frecuencia a pacientes de la tercera edad aniquilando todos sus conocimientos y todos sus recuerdos como uno de esos virus malignos que se meten en las computadoras y borran íntegros todos sus archivos.

Por ahora, lo que estamos haciendo es empapelar la casa con mensajes que le recuerden –por todos lados: en el espejo del baño, en el refrigerador, en el tendedero las cosas que tiene que hacer y la hora en que tiene que hacerlas cada día: Gero-forte a las 12 y media, Los de arriba y los de abajo a las 9 de la noche, teatro con Myriam mañana a las 8, etcétera. Hace unas semanas, resignándome mal a que no fuera a regalarme nada, me pasé repitiéndome cada día: «¿De quién es santo pasado mañana?», «¿de quién es santo mañana?». Pero fue inútil, llegado el importante día de mi onomástico ni siquiera me saludó y fue la primera sorprendida al ver llegar aquella horda de invasores tomando mi casa por asalto con sus temibles botellas de ron Bacardi.

Según he leído, llegará un día en que se olvidará de dónde vive, de cómo se llama o de quién es mi papá, (y le preguntará: ¿qué hace usted en mi cama?), pero prefiero no atormentarme con esa idea. Prefiero imaginarnos, como en Cien años de soledad, poniéndole letreros a las cosas para recordar cómo se llaman y para qué sirven. De esa manera, podríamos rebautizarlo todo y, de repente, hasta darle a cada cosa una utilidad diferente. A mi padre, por ejemplo –es una broma –podría colocarle por la espalda un papel que diga algo así como “Perkins, Chofer” o a ese horrible aparador decimonónico de la sala, un cartel que diga, simplemente: “basura”. Mientras tanto, he pensado en iniciar con mi mamá una larga serie de entrevistas para así tener acceso a toda esa información secreta que ella atesora en su disco duro.

Para ello estoy preparando todo tipo de interrogantes. Desde preguntas tan comprometedoras como: ¿Por qué nunca me compraste un Monopolio?, ¿por qué?, hasta otras, más previsibles como: ¿cuántas veces te enamoraste y de quiénes?, ¿cómo haces para creer en Dios con tanto entusiasmo y cómo para no dormirte en las misas?, ¿a qué jugabas con tus nueve hermanos en tu casa de La Victoria?, ¿Cuál fue tu más grande triunfo y cuál, tu peor derrota?, etcétera. A diferencia de otras, ésta no será un entrevista que tenga que preparar demasiado. Eso sí, tengo que hacerla cuanto antes. Antes que te olvides. Antes que me olvides.

El Mundo, 11 de marzo de 1995



gráficos: Marco Palacios

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